En este pasaje de las Escrituras se relatan los dos primeros milagros públicos que realizó Eliseo después del cruce del Jordán. El primero de ellos significó una bendición para toda la población de Jericó, mientras que el segundo enlutó a toda la ciudad de Bet-el. El hombre natural no tiene dificultad en aceptar con beneplácito la historia de cómo las aguas de Jericó fueron sanadas y cómo la acción del profeta benefició a toda la población . Sin embargo, el hombre natural también se irrita y rechaza decididamente el relato del juicio sobre los cuarenta y dos muchachos de Bet-el. Este se pregunta: ¿Es posible que el mismo siervo de Dios realice dos acciones sobrenaturales que estén tan opuestas entre sí? ¿Son compatibles la bendición y la maldición?
En primer lugar, debemos tener presente que en los dos hechos estuvo involucrado el nombre de Jehová. Vale decir que no fueron dos acciones independientes de Eliseo, que obraba basándose en impulsos generados por las propias circunstancias, sino que su proceder estaba íntimamente ligado a la voluntad de Dios. El primero fue hecho por palabra de Jehová: «Así ha dicho Jehová» (v. 21), mientras que el segundo fue realizado «en el nombre de Jehová» (v. 24). De manera que no se trataba de una iniciativa particular o arrebatada del profeta, sino de acciones realizadas por el «hombre de Dios» y bajo la dirección de Jehová, su Dios.
Estas actuaciones del profeta nos ofrecen una notable historia real que ilustra el carácter de Dios, según lo expresó San Pablo: «Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios; la severidad ciertamente para con los que cayeron, pero la bondad para contigo, si es que permanecéis en esa bondad» (Ro 11.22).
El hombre que no conoce a Dios tiene generalmente un concepto distorsionado de él. Para algunos Dios es bueno, y por ende, sólo debe realizar o permitir acciones que para el sentir humano son buenas o agradables. El concepto de Dios que predomina en estas personas es sólo su bondad y, en efecto, lo conciben como un Dios blando, suave, condescendiente, bonachón. Por supuesto, olvidan o ignoran que Dios es también santo, justo, celoso y fuerte, y que estos atributos de su persona lo obligan a proceder con justicia y severidad cuando las circunstancias así lo requieren.
Para otros, el concepto que predomina es que Dios es un Dios austero, severo e iracundo, siempre listo para aplicar inmediatamente el castigo a los que lo merecen. Para quienes viven aún en las tinieblas, sin la luz de Jesucristo, y cuyas mentes no han sido iluminadas por el Espíritu Santo, les es imposible reconciliar estas dos características o atributos. Además, siempre tendrán una concepción errada o por lo menos desequilibrada de Dios. Para ellos, estas características representan una contradicción imposible de conciliar pues no pueden abrazar por la fe el hecho de que en el carácter de Dios reina un eterno y perfecto equilibrio. Ignoran que en él «la misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron» (Sal 85.10). Los atributos de Dios son variados y sólo el conjunto de ellos expone la perfección de su persona. Su amor y su misericordia, su justicia y su severidad, su santidad y su compasión, todas actúan en armonía divina bajo la dirección de su omnisciencia y su espiritualidad esencial.
Después de haber señalado este concepto integral de la persona y los atributos de Dios, procederemos ahora a considerar los dos milagros que inauguraron la actuación pública de Eliseo.
Las aguas sanadas (2 Re 2.19–22)
Mientras los cincuenta «hombres fuertes» de la comunidad de los profetas buscaban infructuosamente a Elías, dice el relato que Eliseo «se había quedado en Jericó». Es posible que durante esos días haya tenido contacto con algunos de sus pobladores, les haya testificado ya sea por palabra o por ejemplo, y probablemente se haya identificado como profeta. Si no era conocido todavía como el profeta sucesor de Elías, recordemos que al pronunciar su propio nombre (Eliseo) estaba sencillamente diciendo: «Jehová es mi salvador». ¡Hermosa declaración de fe para cualquier siervo del Señor!
El hecho es que por alguna razón especial los hombres de la ciudad le plantearon su problema. Si bien reconocían que la ubicación geográfica de la ciudad era buena, como Eliseo bien podía comprobar, las aguas eran malas y la tierra como resultado, estéril. Se ha señalado anteriormente que los arqueólogos consideran a Jericó como la ciudad más antigua del mundo.
Estaba ubicada en una vega, y en el tiempo de la conquista se le llamaba «ciudad de las palmeras» (Dt 34.3). Una vega es una extensión de tierra baja, llana y fértil, de modo que evidentemente había sufrido una alteración en su estado. Había pasado de fértil en tiempos de la conquista de Canaán a estéril en el tiempo de Eliseo. Es muy probable que dicho estado de esterilidad haya sido consecuencia de la maldición juramentada que pronunció Josué sobre ella después de su destrucción (Jos 6.24). En este caso, el problema había estado pesando sobre ellos desde hacía varias generaciones.
Ante la presentación de un problema de tal magnitud, el hombre que había aprendido a depender de Dios debe haber acudido al Señor con un profundo sentido de incapacidad y necesidad de dirección. Seguramente conocía la experiencia de Moisés relatada en Ex 15.22–25. ¿Sería la voluntad de Dios quitar esta maldición y transformar las aguas malas en aguas dulces en ese momento? Frente a la perversión moral de los cananeos (Lv 18.1–25, especialmente v.24 donde dice: «en todas estas cosas se han corrompido»), la cual había llegado a su colmo (comp. Gn 15.16), la justicia de Dios se había aplicado con la destrucción de la ciudad, el incendio de todos los despojos, y la maldición pronunciada por Josué (Jos 6). El tiempo transcurrido desde la maldición de Josué se estima en aproximadamente quinientos años. ¿Habría ya cumplido su propósito la maldición?
Entre líneas leemos que la respuesta es afirmativa y que Dios, en su sabiduría y compasión, instruye a Eliseo sobre cómo debe proceder. De la acción de Eliseo en esta oportunidad extraemos cuatro lecciones que son de valor permanente.
Procede conforme a la Palabra de Dios
«Así ha dicho Jehová» (v. 21). Todo el proceso de solicitar una vasija nueva, llenarla con sal, transportarla hasta los manantiales y finalmente echarla dentro de ellos, lo había realizado en obediencia a lo que Jehová le había dicho. Los hombres de la ciudad también tuvieron que obedecer al obtener la sal y la vasija nueva. Estas no tenían valor en sí mismas para resolver semejante problema, pero a Dios le place realizar sus obras de gracia, no por virtud de esfuerzos nuestros, sino por fe expresada en obediencia a sus indicaciones. A veces estas pueden parecer ilógicas y aún graciosas para la mentalidad racional del hombre incrédulo. Pero este principio de obediencia a la Palabra de Dios corre a través de todas las Escrituras. Los hombres y mujeres de fe, a través de toda la historia, se han caracterizado por una escrupulosa y puntual obediencia a la Palabra revelada de Dios.
El proceso de curación se realiza en las fuentes
Dios había prometido que la tierra a la cual conduciría a su pueblo, sería tierra de manantiales: «Jehová tu Dios te introduce en la buena tierra, tierra de arroyos, de aguas, de fuentes y de manantiales que brotan en vegas y montes» (Dt 8.7). Debido a su estructura geológica, Palestina es una tierra de muchas fuentes, algunas de ellas conocidas por sus grandes caudales de agua. La piedra caliza del suelo en la Tierra Santa permite que el agua de lluvia, durante el invierno, sea absorbida y mantenida en el subsuelo como reserva. A menudo la existencia de una fuente determinaba el asentamiento de un poblado o ciudad. En algunos casos el nombre de la ciudad retenía el prefijo «En» que significa «fuente» o «manantial», como por ejemplo, En-dor (manantial de la casa), En-gadi (fuente del cabrito), En-gannim (fuente de los jardines), En-eglaim (manantial de los dos becerros). En nuestros días la fuente junto a la cual está situada la ciudad de Jericó se denomina «Ain-es-Sultán», palabra arábiga cuyo prefijo «Ain» tiene el mismo significado que la palabra hebrea «En».
Es probable que sea este el manantial donde Eliseo echó la sal. Las aguas que llegaban a la ciudad eran malas. Las tierras regadas con ellas no podían hacer germinar las semillas sembradas, sino que quedaban estériles. Eliseo no intentó solucionar el problema en la ciudad, ni en los lugares de labranza, sino que salió a los manantiales de las aguas, o sea al lugar desde donde estas brotaban. Esto señala la necesidad de atacar y resolver los problemas donde se originan, para así buscar la solución de la causa y no tan sólo la eliminación del efecto. Con frecuencia nos encontramos sutilmente involucrados en corregir los problemas de nuestra vida. y aun los de la vida de la iglesia. Procedemos sólo con los efectos sin preocuparnos por las verdaderas causas que los originan. Nuestro Señor Jesucristo dio especial relevancia a esta verdad: «Porque de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12.34). «Lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre. Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias. Estas cosas son las que contaminan al hombre» (Mt 15.18-20). «Haced el árbol bueno y su fruto será bueno» (Mt 12.33).
En su obra de redención, Dios no ha procurado solo corregir la conducta y los hábitos del hombre, sino sanar el manantial de su vida. «Y les daré otro corazón y pondré en ellos un nuevo espíritu; quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne y les daré un corazón de carne» (Ez 11.19). Quizá Santiago tenía este pensamiento en su mente cuando escribió: «¿Acaso alguna fuente echa por la misma abertura agua dulce y amarga? ¿Puede acaso la higuera producir aceitunas, o la vid higos? Así también ninguna fuente puede dar agua salada y dulce» (Stg 3.11–12). Eliseo fue al manantial de agua mala y allí realizó el acto curativo. Aprendamos de él esta importante lección.
Atribuye la gloria a Dios
Nuestro texto continúa diciendo: «Así ha dicho Jehová: Yo sané estas aguas, y no habrá más en ellas muerte ni enfermedad». Es digno de notar la identificación que existió entre Eliseo y Dios quien le había dado las indicaciones acerca de su propósito de sanar las aguas. Eliseo actuó con fe y determinación al pedir una vasija nueva y sal, y al salir a los manantiales para echar allí la sal. Pero corresponde enfatizar que al realizar el acto habla como si Jehová mismo hubiera estado allí con él haciendo el milagro y exclama: «Así ha dicho Jehová: Yo sané estas aguas...». Eliseo había efectuado el acto exterior. Pero toma el cuidado de dejar bien en claro que Jehová era quien había sanado las aguas que traerían la tan ansiada bendición a la población de Jericó y a la tierra que la rodeaba. Además, agrega la hermosa promesa de parte del Señor: «Y no habrá más en ellas muerte ni enfermedad». Esto demuestra que previamente las aguas no sólo hacían que la tierra fuese estéril, sino que también contagiaban enfermedad y eran mortíferas.
De esta manera observamos que el hombre de Dios actúa en estrecha unión con el Señor. Eliseo depende del Señor, por eso, toma el cuidado de atribuirle a él la gloria por lo que hace a través suyo. En palabras de Pablo esta verdad reza así: «Para lo cual también trabajo, luchando según la potencia de él, la cual actúa poderosamente en mí» (Col 1.29).
La interrelación entre Eliseo y Jehová
El relato de este milagro concluye con las palabras del cronista sagrado quien dice: «Y fueron sanas las aguas hasta hoy, conforme a la palabra que habló Eliseo». Así observamos la interrelación que existe entre la palabra de Jehová y las palabras de su siervo. Ambas concordaban. El hombre de Dios estaba sólidamente informado por la palabra de Jehová e identificado con la misma, y afirmó que Jehová lo había dicho. («Así ha dicho Jehová»). El cronista, por su parte, inspirado por el Espíritu, señala que «fueron sanas las aguas... conforme a la palabra que habló Eliseo». El profeta honró a Dios al atribuirle la sanidad de las aguas mientras que Dios honró a su siervo al dejar registrado en su libro que todo se había realizado conforme a la palabra de Eliseo. «Ha dicho Jehová: Yo honraré a los que me honran» (1 Sa 2.3). Esta íntima interrelación entre el Señor y su siervo se hace aun más patente en las palabras del Señor Jesús: «Permaneced en mí y yo en vosotros. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho» (Jn 15.4,7).
El hombre de Dios, impregnado por la palabra de Dios, actúa en concordancia. Esta actuación es la actuación de Dios. «Así ha dicho Jehová: Yo he sanado», pero es a la vez la actuación de su siervo. «Conforme a las palabras que habló Eliseo». Se destaca una hermosa y profunda armonía entre Dios y el hombre de Dios.
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